La mano tensa del viento del desierto (por Manuel Arduino Pavón)  

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El viento tiene vida en el Desierto. Nos persigue a todas partes.
Rosauro salió a buscar leña en su burro. Cuando había apilado algunos horcones y los había embolsado, quiso cargarlos a la grupa del animal. Pero el viento se los volteó. Conocedor de las mañas del rugidor del Desierto se sacó su pañuelo del cuello y con él trató de enlazarlo y sofrenarlo. Fue una gran batalla. El viento le agarraba el pañuelo y lo tironeaba al viejo y lo hacía caer una y otra vez. Entonces el brujo pronunció las palabras de poder. El viento dudó por un momento y dejó de tirar del pañuelo. El viejo brujo consiguió cargar los leños en el burro.
Después montó. Se puso el pañuelo al cuello y se rió por el insípido poder del enemigo. Pero a medida que avanzaba iba recordando que en su apremio había dicho las palabras de poder al revés. Fue sintiendo náuseas y ahogo, y después una mano tensa apretarle el cogote. Como no le quedaba otra alternativa extrajo la daga y cortó el pañuelo en torno a su cuello. Pero con tan mala fortuna que se produjo una herida, de donde manó sangre. El viento se volvió una nube y la nube un murciélago vertiginoso que se aferró a la herida del viejo.
Rosauro apareció seco sobre su burro. Los trozos del pañuelo fueron a parar lejos. Encima de los ojos tiernos de una criatura, y el viento, que se aprendió las palabras del brujo, las volvió a decir al revés. Dos ojitos negros explotaron bajo el pañuelo, antes de que una joven india se diera cuenta de que la noche había llegado para todos y especialmente para uno los dos.

La Isla (por Gastón Nicolás Flores)  

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En la Isla, los rostros te observan, estés donde estés. Uno sabe que siguen ahí, sin alma pero con una vaga presencia en aquellos ojos hundidos. Miran hacia el mar, pero pueden atravesar tus pensamientos. He intentado acercarme a uno y tocarlo; un temor incierto me paralizó a pocos centímetros de su piel. Incluso de día, el misticismo me invade.
Esos rostros sin sonrisa ni aliento continúan mirando hacia el azul infinitamente profundo, como buscando al dios del mar que les permitió quedarse allí. Pero el dios del mar no despierta, y ellos ignoran a sus creadores, que yacen bajo la tierra. Los gigantes los sobreviven indignamente, pues su nacimiento fue la marca de su destrucción total. Algo debería borrarlos de la superficie de la Isla, pero nada se atreve. Los egipcios se aventuraron a desnudar las negras pirámides, y Napoleón tuvo el coraje de cañonear la Esfinge. Sin embargo, ellos no admiten enemigos en su Isla, y el tiempo, enemigo de todo y de todos, no tiene significado en aquel lugar maldito.
Tal vez por eso muchos creen que han venido de otro mundo. Pero los mundos no son más que excusas para los dioses, y no hay nada que les impida su revancha, ahora o más tarde, aquí o en otro universo que desconocemos.
Es de noche y no puedo dormir. En el cielo, la luna vuela sobre la Isla con enormes y silenciosos pasos. La Cruz del Sur y otras constelaciones son difíciles de localizar en la bruma estelar, y el azul casi negro semeja un gigantesco globo ocular bañado en luz, que mira, invertido, hacia los misterios de los hombres, mientras los hombres escrutan los misterios de los cielos.
Pienso en siglos perdidos y en infinidad de líneas mortales que se cortan e intersectan, formando la trama irregular de la humanidad. ¿Quién puede decir que nuestra esencia fue de una forma u otra, en remotos pasados que ya no tienen huella?
Pienso en seres extraños, con ojos brillantes y mentes milenarias... y puedo imaginar a pequeños hombres tallando obras dignas de dioses. Adoran lo que desconocen, lo adoran porque les llega desde la cúpula de sus sueños, desde donde las estrellas proyectan su magia. Tallan, cortan y esculpen la piedra con inusitada pasión, sin saber qué se esconde detrás de cada golpe de martillo.
En ese momento no puedo hacer otra cosa más que intentar detener su destrucción, pues siento en las estrellas la venida de algo que no debería estar allí. Ellos me ignoran, ríen y hablan en lenguas perdidas. Corro hacia los rostros que se yerguen sobre el verde, y sin temor intento derribarlos. Los nativos gritan, espantados, y huyen hacia el interior de la Isla.
Abro los ojos y estoy mirando el mar. Es de noche, y ahora los siglos corren por mi rostro. A un costado, distingo el cuerpo de alguien que no ha comprendido aquella verdad. Alguien pequeño, de vida ínfima, que no puede ni arañar los temibles misterios de una noche eterna.
Ahora todo tiene sentido, porque el ahora es siempre. Aquello que es infinito me invade, y ya presiento la llegada de la tormenta que nos ha despertado.

La Prisión Estelar (por Fernando J. Ferreyra Prado)  

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El doctor Edward Harrington abrió cuidadosamente el mohoso ejemplar del Grimorium Tenebrii. Buscó con paciencia la página indicada para el traspaso a las dimensiones estelares y encontró el grabado alusivo. Éste mostraba claramente un firmamento de estrellas, distantes entre sí, coronadas por dos soles de enormes dimensiones.
Él ya había intentado realizar el mismo viaje astral mediante otro libro, pero éste no le había otorgado el pasaje total al Conocimiento Único. Ahora, con este ejemplar, pretendía atravesar los límites de todas las dimensiones conocidas para alzarse ante la humanidad toda con el cetro más deseado: el saber total en su máxima expresión.
Ya sabía lo que era cambiar su estructura molecular y perderse entre los átomos más ínfimos para así acelerar su viaje hacia el Todo. Conocía las caras poco amigables que ofrecían los guardianes de cada puerta y lo difícil que era huir de ellos para no resultar apresado en la Nada. Pero este desafío superaba todas sus expectativas anteriores.
Con ayuda de una lupa y de un diccionario esotérico, descifró los símbolos que correspondían a cada uno de los sonidos que debían ser pronunciados inequívoca y ordenadamente para acceder a los cien portales estelares. Los mismos custodiaban la gran ciudad de K’naar, donde se encontraban todos los secretos ocultos.
Pronunció cada sonido con la estridencia necesaria para que las vibraciones correctas comenzaran a despojarlo de su cuerpo y lo llevaran por un tenebroso tour hacia las puertas estelares. De un momento a otro, sintió que una neblina azulenca le obstaculizaba la vista y que un frío polar le invadía su alma. Los guardianes se abalanzaban hacia él con intención de apresarle, pero él conocía los ángulos por donde podía escapar hacia el portal siguiente.
Mientras huía, contemplaba las ardientes estrellas que encerraba cada galaxia, a cuál más rojiza y amenazadora. Su sistema auditivo captaba las insanas melodías que entonaban los informes habitantes de planetas corruptos por la pestilencia y la maldad; eran los mismos que siete mil millones de años atrás gobernaban la Tierra, pero habían sido expulsados hasta tanto no se abrieran nuevamente los portales correspondientes.
Harrington avanzaba a velocidades extremas por entre ángulos dimensionales y galaxias distantes mediante los portales estelares, habiendo dejado atrás a más de cincuenta. Su alma ya no pertenecía a su cuerpo de origen, pero podría regresar con mil formas si obtenía todo el conocimiento en la dimensión de K’naar, donde mora el saber perpetuo. Cuando arribó, después de sortear mil adversidades y entes malignos, se detuvo y espetó la última clave ante la Gran Puerta, la necesaria para poseer todo. E ingresó con avidez, con la enfermiza ambición de abarcar el Universo en su totalidad, el conocido por los seres humanos y los demás existentes.
Allí contempló a las formas más espantosas que ningún ser vivo jamás imaginó. Alrededor de un monolito gris e iluminados por la luz violácea de un sol descomunal, danzaban cien mil guardianes al son de unas estridencias átonas y confusas. Apenas lo vieron, lo rodearon y no lo dejaron escapar. Harrington pronunció todos los conjuros que recordaba, pero ninguno resultó. Allí no tenía escapatoria ni ángulos dimensionales por donde huir. Su alma no halló el Conocimiento Único, pero sí logró comprender dos cosas: que estaba apresado en esa siniestra dimensión por el resto de la Eternidad, y que los guardianes de los portales que había atravesado anteriormente, más que dejarlo escapar, lo habían guiado a los ángulos exactos desde los cuales es imposible el regreso.

El gran golpe (por Alejandro De Falco)  

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El plan era impecable, perfecto, como siempre. El dato nos lo pasó el “mudito” Paglilla, y eso si que era atípico. Debo admitir que en un principio dudé mucho: demasiado bueno para ser cierto. ¿Una bóveda (nuestra especialidad) debajo de las ruinas de una casa que se incendió hace diez años? Al parecer, los herederos aún estaban peleando sobre quién se quedaría con todo… Y ahí entramos nosotros, dispuestos a aligerarles la carga. Al parecer, el dueño originar era antropólogo y se dedicó a viajar por Egipto. El mudito asegura que volvió con un tremendo tesoro.
Y así fue que estábamos siguiendo el viejo tubo principal de las viejas cloacas vestidos, como corresponde, de operarios de la empresa de aguas, y de ahí, hasta las cloacas de la vieja casa. Desde el punto indicado, nos pusimos a picar y cavar la pared, apuntalando el túnel que empezábamos a hacer. El trabajo requería paciencia, debíamos ser cuidadosos, como siempre, así que nos lo tomamos con calma, acompañados por las ratas, y después de un par de horas de buen progreso, disimulamos la entrada del nuevo boquete y nos fuimos. Y así un par de días más, con calma.
Al último día tuvimos algunos problemas, ya que el bizco quería bajarse. Algo sobre sueños raros y que se yo que más. Tampoco me asombré demasiado, ya que siempre fue muy supersticioso. Volviendo al túnel, tendría que haberme llamado la atención el hecho de que no había, ni se escuchaban, ratas, a diferencia de días pasados. Pero no tardaron en aparecer una vez que destapamos el boquete. Ahí estaban todas, o lo que supongo que eran todas, muertas, llenas de gusanos, y revistiendo el piso, las paredes y el techo del túnel. Parecía que el túnel mismo era una gran garganta de carne que se movía a un ritmo pulsante silencioso impuesto por el movimiento de los gusanos. La última jornada, y alguien se hacía el gracioso, seguramente para adelantársenos. Supuse que el bizco debe haberse vendido. Por suerte el olor aún no era tan insoportable, y estábamos bien equipados. Soy muy previsor, y por eso contábamos con máscaras de gas. Pudimos hacer un espacio y seguir, hasta que nos topamos con una pared de cemento. ¡Habíamos llegado! Pero al entrar, me encontré con lo más raro que había visto jamás: las paredes eran como de un cristal violeta y negro, y parecía pulsar con una ¿luz? interior. También estaban talladas con bajorrelieves muy extraños, que no se describir. En el centro, el tesoro, un baúl dorado con los mismos tipos de relieves, en medio de un símbolo raro en el suelo. El mudito empezó a hacer gestos raros y cánticos a medida que se acercaba. Lo hubiese esperado del bizco, pero de él no. Seguro que algún coleccionista pagaría una buena suma, pero distaba de ser un “gran” tesoro. El gordo no tuvo paciencia y fue directo al baúl, sin hacerle caso al mudito que intentó frenarlo. Supongo que el gordo estaba frustrado, porque le propinó una buena piña en la cara al mudito y lo dejó tendido, y realmente mudo por un rato mientras intentaba volver a tener aire. Veía que puso cara de terror y al seguir su vista vi que el gordo abrió el baúl… y como que empezaba a derretirse mientras una cosa negra e informe que salió de ahí lo iba envolviendo, absorbiendo su forma. No tardó nada, y seguía saliendo, con la cara del gordo impresa en eso, con un rostro… sonriente y feliz, pero desencajado por la locura, de tanta felicidad. Salí corriendo enseguida, dejando al mudo atrás. Quizás se contentaba con el mudo, pensaba mientras lo oía gritar pidiéndome ayuda. Pero fue más rápido que el mudo. Y más rápido que yo. Ahora, estamos a punto de salir, el gordo, el mudo, yo, Él, todos uno, para consumir (dar felicidad) al mundo…

El Legado (por Sergio García Alzola)  

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Desconocido: si en algo valoras tu existencia, no hagas omisión de estas palabras. Hace unas horas nomás creí tener toda una vida por delante; ahora tan sólo confío en contar con unos instantes como para poder referir mi historia.
Provengo de una familia de larga prosapia pero en total decadencia desde que mi abuelo decidiera desaparecer en pos de una peregrina búsqueda espiritual. Ya no cuento con padres ni hermanos y tendría que sacudir mucho al árbol genealógico como para que caiga un pariente lejano. Estoy solo y vivo en la ultima posesión familiar, una antiquísima casona derruida,
Como dije, hace una horas nomás el transcurrir de mi vida me llevaba rumbo al trabajo, cuando en plena calle me interceptó una sombra cubierta con un largo capote. Pronunció mi nombre en tono de pregunta. Asentí y apareció una de sus manos esgrimiendo un sobre. Lo tomé y proseguí mi camino. No pensé en alterar mi rutina pero, como si a mis espaldas ardiera el fuego de Sodoma, no pude evitar voltear para ver. Y lo abrí.
En su interior sólo figuraba el nombre de un banco y una llave que presumí era de una caja de seguridad. No podría detallar con claridad todos mis siguientes pasos, pero recuerdo caminar por las calles del distrito bancario hasta un edificio de piedra, que daba la impresión de la solidez de las pirámides, con un nombre grabado en su frontispicio:”Banco de Ginebra”. La siguiente imagen que tengo, me ubica frente la caja de seguridad ya abierta . En su interior se halla un paquete envuelto en papel madera e hilo sisal, con una leyenda en su frente: “Propiedad de ...–el nombre de mi abuelo- Sólo para ser abierto por alguno de sus parientes”.
Y bien, el único que cumplía ese requisito era yo. Allí mismo corté el hilo y rasgué el papel. Me encontré con un cofre de fina madera, excelente hechura y extraños grabados en su tapa. Por más que me esforcé no logré reconocer caligrafía humana alguna en ellos. En su interior sí encontré algo legible: unas cientos de hojas sueltas, amarillentas y quebradizas. La primera de ellas sólo decía “Manuscritos Pnakóticos”.
Decidí volver a casa. Se me plantearon interrogantes de tal magnitud que abandoné toda la rutina de mi vida. Había encontrado un legado que despertó en mí una ancestral curiosidad, sin duda la misma que llevó a mi abuelo a su desconocida aventura. ¡Cuánto entusiasmo! ¡Cuánta expectativa! ¡Cuánta emoción se derramó sobre mí encendiendo mi opaca existencia!
Ya en casa, acometí la lectura. El buen romance en el que estaba redactado el manuscrito facilitaba la tarea. La portentosa historia que narraba fue nublando poco a poco mi entendimiento –creo- por eso no sé como llegué hasta aquí. Estoy encerrado en un habitáculo muy estrecho y oscuro. Apenas una línea de malsana luz se aprecia por debajo de la puerta. Del otro lado sólo se escucha algún chirrido y una agonizante voz que suplica por su fin. No me pregunten cómo, pero sé que es la voz de mi abuelo.
Algo en esas hojas está prohibido para los humanos. Algo en esa lectura nos presenta indefensos frente a seres de inverosímil presencia. Tarde comprendí que la ignorancia es nuestro único antídoto ante ellos. Yo ya no lo tengo, creo que éste es el verdadero legado. Detrás de la puerta los quejidos se apagan. Si tengo suerte, moriré pronto. Ya vienen por mi.