La noche se había cubierto de una gasa densa de rocío. Las pobres luces de la aldea preñaban la niebla de un matiz azafranado, mortecino. Las calles rugían el silencio de la soledad. Creí percibir una sombra siguiendo mi estela. Las persianas de las ventanas aledañas se cerraron. Se abría a la verdad la maldición que relataban los lugareños a la luz temblona de las fogatas durante las largas noches de invierno. Fuego y palabras para espantar la bestia. Me sentí solo; acariciado por la mano trémula de un viento huraño, frío y escurridizo. Mis pasos cada vez pesaban más; mis piernas, reconvertidas con densidad de plomo, impedían una rápida huida. Sentí su aliento ácido resoplando sobre mi nuca. Giré con rapidez para encontrarme con mi sombra huyendo de mi imaginación. Pero él estaba allí. Lo presentía; agazapado; desarrollaba la liturgia propia de quien se cree fuerte y seguro ante la debilidad manifiesta de su presa. Yo caminaba despacio, con el sentido del oído en estado de máxima alerta. Mínima valentía. Los ruidos broncos de la noche eran sutiles arañazos para mi ánimo. Creí tenerlo pegado a mi espalda. Corté en seco mi respirar. Los vellos de mi piel se erizaron, puntiagudos para tragar cualquier descomposición sensorial de mi entorno. Cerré los ojos para concentrarme mejor. Un manto de miedo cayó sobre mi cuerpo, besando mis labios amoratados por el gélido fulgor de su presencia terrorífica. Soledad rota por las campanadas del reloj del ayuntamiento. Altas horas de la madrugada para transitar en malas compañías. Ecos de pasos, zarpazos sobre las losas de pizarra del suelo, gris y brillante por la humedad. Húmedos mis ojos; sudor frío recorriendo mi rostro desencajado. Su hedor se me mostró cristalino. Sabía que estaba cerca. Inicié una larga carrera por las cortas calles que conducían a mi fatal destino. Sin escapatoria, me susurraba la brisa helada y cargada de vaho. Mi exhalación entrecortada lanzaba suspiros, alientos que no ansiaban ser los últimos. Llegué a casa. La puerta estaba cerrada a cal y canto. La llave, temblorosa en los estertores de mi mano, no encontraba puerto para girar. ¡Al fin! Pero ya es tarde. Soy su presa. Me arrastra por la cabellera. Soy suyo. Pelaje pardo oscuro. Hocico chorreante de mucosidades y baboso; gotas de gelatina acre sobre mi cara. Sus ojos de un negro azulado, estaban envueltos en un aura rojiza. Dentadura verdosa, salpicada de lascas negras y sanguinolentas, enarbolaban desafiantes en su encía amoratada. Aliento exánime. Sobre su lomo escaras purulentas y vejigas verdosas. Rematando su cuerpo una cola de escarpias terminada en púas. El golpe fue certero. Me desgarró un brazo, dejando al descubierto parte de mi hueso. Su segundo envite destrozó mi muslo, llevándose en sus uñas, de cera endurecida y amarillenta, jirones de mi carne que se acercó a la boca con avidez. Su lengua lamía mi cara. Mordió mi nariz, dejándome sin buena parte de ella. Lanzó brutales dentelladas sobre mi cuero cabelludo, formando emplastes de sangre y jugos corporales. Cuando desperté me encontraba sobre la lapida de un sepulcro del cementerio. Las caras de las estatuas de mármol blanco reían en frenesí. Me miraban con ojos desencajados. La losa cedió y de ella surgió la zarpa huesuda, sarmientos tétricos con dedos nudosos y garras retorcidas. Mis heridas impedían la huida. Sentí el frío de la muerte sobre mi tobillo y antes de que pudiera gritar, fui arrastrado al interior del panteón. Allí me esperaba el ataúd. Destapado, me otorgaba una tétrica bienvenida. En su interior el cadáver presentaba una muerte dulcificada. Persistía incólume. El paso del tiempo no fraguó deterioro sobre él. Frente a frente muerte intacta y vida achicada. Traté de eludirla. Abrió sus ojos. Me abrazo. Sus labios azulados se posaron sobre los míos. De su boca el efluvio sombrío entrelazó mi cuerpo por dentro al colarse por mi nariz, por mis orejas… por mi boca de gritos mudos. Ella cobraba su amor. Siempre me amó, vivió silenciando mis palizas, mis celos. Yo la maté, ella me llevó. La bestia selló la tumba.
Debo mi afición por las historias de miedo a mi hermano mayor, Daniel.
Mucho antes de que yo supiera leer, él ya se había encargado de instruirme en los mitos de Cthulhu, los entierros prematuros y otras miles de historias en las que desfilaban, bañados en sangre, diversos monstruos, zombies y demonios.
En la habitación que compartíamos, la noche nos sorprendía siempre en la misma situación: él contándome cuentos espeluznantes y yo escuchándolo, aterrado, pero feliz.
Cuando cumplí nueve años propuse un juego: después de que yo apagara la luz, él tendría que lograr con sus historias que yo me asustara tanto como para prenderla nuevamente. Demás está decir que siempre terminábamos de la misma forma:
Cuando yo no soportaba más sus relatos de bebés jugando con cristales rotos (y cosas por el estilo), prendía la luz y me pasaba a su cama, buscando protección y el final del cuento.
Con el tiempo, perfeccioné las reglas de la competencia. Empecé por dejar a mi albedrío la elección del tema sobre el que versaría el relato de turno. Las cosas más absurdas que se me ocurrían fueron propuestas a mi hermano, pero él siempre se encargaba de transformar tostadores, patos y canastos en pavorosos elementos para sus siempre efectivas historias.
Buscando nuevos obstáculos para su tarea, empecé a reducir arbitrariamente el número de palabras que el podría utilizar para su eventual relato.
100 palabras.
80.
50.
Invariablemente, 2 ó 3 palabras antes del final, la habitación se iluminaba.
Llegué al extremo absurdo de reglamentar que sólo podría usar una palabra: el susurro que cruzó esa noche aún me hace erizar la piel y jamás podré pronunciar esas 7 letras de nuevo.
Mi última opción fue, a la noche siguiente, censurarlo por completo: su historia no podría tener ninguna palabra.
Antes de apagar la luz lo miré, buscando en su cara algún vestigio de desesperanza, pero no pude ver ninguna emoción en su inescrutable rostro.
Una vez a oscuras, me recosté en mi cama, dándole la espalda. Satisfecho por mi segura victoria ante su obvio silencio, empecé a cruzar el umbral del sueño, pero bajo el marco efímero fui detenido por una serie de imágenes:
Mi mamá rezando a mi lado, dándome el beso de las buenas noches y siempre marchándose sin besar a Daniel.
El viejo árbol de navidad, los zapatos para los reyes, y un solo regalo.
Ya totalmente despierto, traté de recordar a mi hermano en otro escenario que no fuera la habitación.
No pude.
Con la adrenalina corriendo desbocada por mi cuerpo, intenté tragar saliva, pero sentí mi boca como si estuviera llena de cabellos.
Me di vuelta para sentarme en la cama y busqué el interruptor de la única lámpara que había en la habitación.
La luz trajo la ignominiosa verdad de una pared desnuda y una ridícula alfombra de lana.
Con un alarido inhumano cruzado en mi garganta, descubrí que Daniel no existía... y que me había ganado.
El ratón se ha metido en el túnel para buscar alguna raíz que comer protegido por la oscuridad y la estrechez del lugar, pero la rata lo sabe. Caza al ratón y lo devora. Empieza a comérselo aún vivo, royéndole las patas y los cuartos traseros, hasta que el ratón muere. Pero el gato de orejas grises también sabe que en el túnel encontrará ratas y ratones, así que espera, sigiloso, a que la rata salga de la oscuridad húmeda del túnel a la oscuridad de la luna, y entonces salta sobre la sombra gris. Lo que no espera el gato es que hoy ronden por aquí los perros salvajes. Han venido por casualidad, pero le han olido. El gato intenta escabullirse demasiado tarde y es despedazado por la jauría asilvestrada con la cola de la rata balanceándose aún en su boca.
Una furgoneta en punto muerto se acerca hasta la boca del túnel. De ella bajan dos hombres armados con escopetas y redes; algunos perros gruñen, aúllan, ladran, otros alcanzan a escapar y tras una breve refriega el lugar queda desierto y en silencio.
La furgoneta hace su descarga diaria en la puerta trasera del Hotel, la de la cocina. Hoy, en el Hotel, el Ministerio agasaja a una nueva Delegación extranjera con lo que consideran el más selecto de los manjares, y les van explicando: razas, tipos de preparación, -con col, con soja, con pimientos- mientras les dan los trozos de carne blanca de perro alimentado con gato, con rata, con ratón. Comen, y con el último bocado, alguno de los miembros de la Delegación -y también alguno de los funcionarios del Ministerio- siente deslizándose por su piel la mirada de unos ojos invisibles que acechan en la oscuridad…
El hombre estaba acostado en la cama, soportando el mismo tormento de todas las noches: el cuarto de baño goteaba con un clic-clic continuo, algún objeto caía al suelo, una puerta chirriaba... escuchaba murmullos que al principio atribuyó al viento o a las voces de los vecinos; sonaban pasos a medianoche, que él quería atribuir a los vecinos de arriba. Algunas veces, ya en la claridad del día, echaba de menos algunos objetos, misteriosamente desaparecidos por la noche, o aparecían cambiados de sitio. Llevaba seis meses viviendo en esa vieja casa desde que se separó de su mujer, y ya había decidido mudarse, pero aún tendría que soportar esa noche en aquella casa maldita.
El hombre se durmió, pero le despertó la dichosa vejiga, sentía ganas de hacer pis. “No, decididamente no, -pensaba- esperaré a que amanezca, no debe faltar mucho.” El hombre miró su reloj, las tres y media de la madrugada, creía que serían al menos las cinco. Intentó dormirse, pero la vejiga le estallaba. Cansado de soportarlo, se incorporó y encendió la luz; se sintió mejor cuando la claridad liberó su cuarto de tinieblas. El viento murmuraba sobre las ventanas, afuera maullaba un gato, un coche pasaba por la calle, pero el sonido más fuerte, más insistente, era ese goteo infernal que provenía del cuarto de baño.
El hombre salió al pasillo, iba despacio, temeroso de cada sombra que se deslizaba en esa opaca oscuridad. Al fondo una oscuridad más gris señalaba el cuarto de baño, donde entraba una lívida luz del exterior. Aquel sitio olía a humedad ponzoñosa y malsana, y el clic-clic persistente le ponía nervioso. Impulsado por su propia urgencia, el hombre olvidó su miedo, se metió en el baño y abrió rápidamente la tapa del water, aliviándose a gusto.
Sólo después sintió aquella humedad de baño más opresiva y fría que nunca, el suelo estaba encharcado, y notaba un olor nauseabundo. Salió al pasillo, recorría aquel oscuro espacio como alguien que tuviese que pasar por un camino plagado de tarántulas y escorpiones. Las sombras se le hacían opresivas, casi sólidas. Un reguero de agua iba desde el baño hasta su habitación, antes no lo había visto. Al fondo la luz, la seguridad de su habitación, y corrió hacia su cuarto como un náufrago que encontrase la isla donde refugiarse.
Entonces advino el horror máximo. Allí, en su misma cama, había alguien tumbado, la sangre se le congeló en las venas... ¡Ese hombre era él mismo! Inmóvil de horror, contempló a su doble yaciendo en su cama; algo le distinguía de él, aquello estaba mojado, y de su cuerpo en pijama le chorreaba agua, las gotas caían incesantes al suelo, clic-clic... Durante noches interminables había esperado que apareciese por fin el fantasma, pero lo imaginaba como una sombra en la oscuridad, no transformado en esa obscenidad irreal. Pero ya era tarde para escapar, su doble se había levantado y lo miraba a los ojos, era como verse en un espejo. Una sonrisa de malignidad no humana se dibujó en el rostro de aquel ser, y de su boca no cesaban de manar gotas de agua. El hombre retrocedió fuera de la habitación, se sintió entonces atrapado en medio de una perversa oscuridad congelada, sus fuerzas se le salían del cuerpo, cayó al suelo, sudaba en goteos incesantes, lentamente se iba licuando, y lo que había sido sólido soporte corporal iba desapareciendo, tragado por la oscuridad.
-¡Pero si murió hace más de medio siglo! – pensaba Munch para sus adentros.
Se había despertado bañado en sudor, y con un dolor de cabeza increíble.
La misma pesadilla otra vez.
Sabía que no podía ser cierto (aunque el sueño era tan real como para dejarle algunos cortes en los brazos y la espalda).
Reconocía perfectamente a la figura que lo perseguía a través de los pantanos. Lo había conocido a través de sus libros y había profundizado sobre su historia desde hacía muchos años. Podría decirse que lo admiraba.
Pero, ¿qué diablos estaba pasando?
Lo había comentado con su analista y éste lo había atribuido a su gran fascinación por el hombre. Una fascinación que había llevado a su mente a somatizarlo de una manera muy peligrosa, según dijo; agregando que su mejoría sería un proceso largo y hasta doloroso en ocasiones. Una maravilla de optimismo.
Se decidió a comentarlo al grupo de seguidores del hombre al que pertenecía. – alguien, tal vez, haya sufrido de lo mismo y no se anima a expresarlo – pensó. Desechó la idea enseguida. Seguramente lo tildarían de loco.
No podía apartar las imágenes de su mente. Los ojos, el cuchillo.
El reloj marcaba la medianoche. Optó por tratar de conciliar el sueño nuevamente. Y el sueño llegó, pero no solo.
Estaba en una casa, no había ventanas. Algo se movía fuera de ella.
Se había acurrucado en una esquina, petrificado por el miedo.
Pasaron horas, tal vez días.
En algún momento, los sonidos fuera de la casa habían cesado.
Despacio, se incorporó. –Debo despertarme – pensaba.
Recordó un viejo truco que le había enseñado su madre cuando pequeño. En aquella época también soñaba, no recordaba qué, pero tampoco era bueno. ¡Si hasta mojaba la cama de vez en cuando!
- Enfréntalos – había dicho. – Cuando lo hagas, inmediatamente te despertarás.
Aturdido aún, se levantó y avanzó hacia la puerta.
Tomó la perilla y, buscando aire, salió.
Estaba en un cementerio.
Se encomendó, y comenzó a caminar.
Algo se movió detrás suyo. Con las sienes latiendo, giró. (madre, espero que tengas razón)
Parado sobre una tumba estaba Howard. Sonreía, y el cuchillo brillaba en su mano.
Supo que sería la última pesadilla aún antes de que cayera sobre él.