El juego - Santiago Raúl Repetto  

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Debo mi afición por las historias de miedo a mi hermano mayor, Daniel.
Mucho antes de que yo supiera leer, él ya se había encargado de instruirme en los mitos de Cthulhu, los entierros prematuros y otras miles de historias en las que desfilaban, bañados en sangre, diversos monstruos, zombies y demonios.
En la habitación que compartíamos, la noche nos sorprendía siempre en la misma situación: él contándome cuentos espeluznantes y yo escuchándolo, aterrado, pero feliz.
Cuando cumplí nueve años propuse un juego: después de que yo apagara la luz, él tendría que lograr con sus historias que yo me asustara tanto como para prenderla nuevamente. Demás está decir que siempre terminábamos de la misma forma:
Cuando yo no soportaba más sus relatos de bebés jugando con cristales rotos (y cosas por el estilo), prendía la luz y me pasaba a su cama, buscando protección y el final del cuento.
Con el tiempo, perfeccioné las reglas de la competencia. Empecé por dejar a mi albedrío la elección del tema sobre el que versaría el relato de turno. Las cosas más absurdas que se me ocurrían fueron propuestas a mi hermano, pero él siempre se encargaba de transformar tostadores, patos y canastos en pavorosos elementos para sus siempre efectivas historias.
Buscando nuevos obstáculos para su tarea, empecé a reducir arbitrariamente el número de palabras que el podría utilizar para su eventual relato.
100 palabras.
80.
50.
Invariablemente, 2 ó 3 palabras antes del final, la habitación se iluminaba.
Llegué al extremo absurdo de reglamentar que sólo podría usar una palabra: el susurro que cruzó esa noche aún me hace erizar la piel y jamás podré pronunciar esas 7 letras de nuevo.
Mi última opción fue, a la noche siguiente, censurarlo por completo: su historia no podría tener ninguna palabra.
Antes de apagar la luz lo miré, buscando en su cara algún vestigio de desesperanza, pero no pude ver ninguna emoción en su inescrutable rostro.
Una vez a oscuras, me recosté en mi cama, dándole la espalda. Satisfecho por mi segura victoria ante su obvio silencio, empecé a cruzar el umbral del sueño, pero bajo el marco efímero fui detenido por una serie de imágenes:
Mi mamá rezando a mi lado, dándome el beso de las buenas noches y siempre marchándose sin besar a Daniel.
El viejo árbol de navidad, los zapatos para los reyes, y un solo regalo.
Ya totalmente despierto, traté de recordar a mi hermano en otro escenario que no fuera la habitación.
No pude.
Con la adrenalina corriendo desbocada por mi cuerpo, intenté tragar saliva, pero sentí mi boca como si estuviera llena de cabellos.
Me di vuelta para sentarme en la cama y busqué el interruptor de la única lámpara que había en la habitación.
La luz trajo la ignominiosa verdad de una pared desnuda y una ridícula alfombra de lana.
Con un alarido inhumano cruzado en mi garganta, descubrí que Daniel no existía... y que me había ganado.

This entry was posted on sábado, julio 21, 2007 at 5:26 p. m. and is filed under , , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

1 comentarios

Anónimo  

Ladri, este cuento está re-quemado. Ya había sido premiado en otras oportunidades y eso, creo, lo debería descalificar por no ser inédito.

Aquí se lo puede leer también:

http://www.revistaaxolotl.com.ar/narr11-1.htm

O aquí:
http://casadeasterion.homestead.com/v6n23jue.html

O incluso aquí, en formato audio:
http://media.libsyn.com/media/divergenciacero/eljuego.mp3

En fin, sos un ladri.

11/07/2007 12:15 p. m.

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